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Thema
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Quelle:Historias de la Artámila de Ana María Matute
La Felicidad
Cuando llegó al pueblo,en el auto de línea,era ya casi de noche. El agua de la cuneta brillaba como si tuviera estrellas muy pequeñas.
Los árboles desnudos y negros,crecían hacia un cielo azulado.El auto de línea paraba frente al cuartel de la Guardia Civil.Las puertas y las ventanas estaban cerradas.Hacía frío.Solamente una bombilla,sobre el letrero de la puerta,daba una luz débil.Un grupo de mujeres, el cartero y un guardia,esperaban la llegada del correo.Cando bajó del coche sintió frío.El frío se le pegó a la cara.
Mientras bajaban su maleta se le acercó un hombre. -¿ Es usted don Lorenzo,el nuevo médico? – le dijo. Dijo que sí.
– Yo,Atilano Ruigómez,para servirle. Soy el alguacil. – Le cogió la maleta y empezaron a andar hacia las primeras casas de la aldea.
El azul de la noche caía sobre las paredes,sobre las piedras,sobre los tejados. Detrás de la aldea se extendía la llanura,levemente ondulada,con pequeñas luces en la lejanía.a la derecha,la sombra oscura de los pinares.
Atilano Ruigómez iba con paso rápido junto a él. – Tengo que decirle una cosa, don Lorenzo.
– Usted dirá.
-Ya le habrán hablado a usted de lo mal que está en este pueblo la cuestión de alojamiento..Ya sabe usted que en este pueblo,no hay casi
nada.Ni siquiera hay posada.
– Pero a mí me dijeron…
-¡ Sí, le habrán dicho muchas cosas!Mire usted:nadie quiere tener a nadie en casa,ni siquiera al médico.Ya sabe usted:son malos tiempos.
Dicen todos por ahí que no se pueden comprometer a dar de comer…Nosotros comemos cualquier cosa:un poco de cecina,unas patatas..,
cualquier cosa.Las mujeres van al trabajo,como nosotros.Y en invierno también ellas pasan malos ratos.Nunca están sin hacer nada.
Pues es eso:no pueden estar preparando guisos y comidas para una persona que no sea como nosotros.Ya ni cocinar deben saber…
Perdone usted,don Lorenzo, la vida se ha puesto muy mala.
-Bien,pero en alguna parte tengo que vivir….
-¡En la calle no se va usted a quedar!Los que al principio dijeron que sí,que le podían tener a usted en sus casas,a última hora se volvieron
atrás.Pero todo se arreglará.
Lorenzo se paró consternado.Atilano Ruigómez,el alguacil se volvió para mirarle.¡Que joven le pareció,de pronto,allí,en las primeras piedras de la aldea,con sus ojos redondos,con el pelo rizado y las manos en los bolsillos del abrigo raído!
-No se preocupe.Usted no se queda en la calle.Pero tengo que decirle: de momento solamente una mujer puede alojarle.Y quiero advertirle,don Lorenzo:es una pobre loca.
-¿ Loca…?
-Sí,pero inofensiva.No se preocupe.Lo único es que nos parece a todos que es mejor advertirle para que no le extrañen a usted las cosas que le diga…Por lo demás es una mujer muy limpia,muy tranquila.
-Pero loca…,¿qué clase de loca?
Nada de importancia,don Lorenzo.Es que…¿sabe? Se le ponen ideas raras dentro de la cabeza y dice despropósitos.Por lo demás ya le digo:
es una mujer de buen trato.Y como sólo será por dos o tres días,hasta que encontremos otra cosa mejor.¡No se va a quedar usted en la calle,
con una noche tan fría como ésta!
La casa estaba al final de una callecita.Una casa muy pequeña,con balconcillo de madera quemada por el sol y por la nieve.Abajo estaba
la cuadra,vacía.La mujer bajó a abrir la puerta,con un candil en la mano.Era menuda,de unos cuarena y tantos años.Tenía la cara ancha
y apacible,con el pelo oculto bajo un pañuelo,anudado a la nuca.
-Bien venido a esta casa- le dijo.Su sonrisa era dulce.La mujer se llamaba Filomena.Arriba,junto a los leños encendidos,le había preparado la mesa.Todo era pobre,limpio,cuidado.Las paredes de la cocina habían sido cuidadosamente blanqueadas y las llamas daban rojos
resplandores a los cobres de los pucheros.
-Usted dormirá en el cuarto de mi hijo- explicó con su voz un poco apagada.Mi hijo ahora está en la ciudad. ¡Ya verá como es un cuarto muy bonito!
Él sonrió,le daba un poco de lástima aquella mujer de movimientos rápidos,ágiles.
El cuarto era pequeño,con una cama de hierro negra,cubierta con una colcha roja,de largos flecos.El suelo,de madera,estaba limpio.
Olía a limpio.Sobre la cómoda brillaba un espejo,con tres rosas de papel prendidas en un ángulo.La mujer cruzó las manos sobre el pecho:
-Aquí duerme mi Manolo- dijo- ¡Ya se puede usted figurar como cuido yo este cuarto!
-¿Cuántos años tiene su hijo? – preguntó, por decir alguna cosa mientras se quitaba el abrigo.
– Cumplirá trece años para agosto. ¡Pero es más listo! ¡ Y con unos ojos….!
Lorenzo sonrió.La mujer se ruborizó.
-Perdone,ya me figuro:son las tonterías que digo…¡Es que no tengo más que a mi Manolo en el mundo!Ya ve usted,mi pobre marido se murió cuando el niño tenía dos meses.Desde entonces….
Se encogió de hombros y suspiró.Sus ojos de un azul muy claro se cubrieron de una tristeza suave,lejana.luego se volvió rápidamente hacia el pasillo:- Perdone, ¿ le sirvo ya la cena? Sí, enseguida voy.
Cuando entró de nuevo en la cocina la mujer le sirvió un plato de sopa,que tomó con apetito. Estaba buena.
-Tengo vino…-dijo ella tímidamente-. Si usted quiere…Lo guardo siempre,para cuando viene a verme mi Manolo.
-¿Qué hace su Manolo? – preguntó él.
Empezaba a sentirse lleno de una paz extraña, allí,en aquella casa.Siempre había andando de un lado para otro,en pensiones que olían mal, en barrios tristes y cerrados por altas paredes grises.Allá afuera,en cambio,estaba la tierra: la tierra hermosa y grande, de la que
procedía aquella mujer. Aquella mujer – ¿loca? ¿qué clase de locura sería la suya? – también tenía algo de la tierra,en sus manos anchas
y morenas,en sus ojos largos,llenos de paz.
– Está de aprendiz de zapatero,con unos tíos. ¡Y es más listo! Verá qué par de zapatos me hizo para la Navidad pasada.No me atrevo a estrenarlos.
Volvió con una caja de cartón y con el vino.Le sirció el vino despacio,con gesto lento de mujer que cuida y ahorra las buenas cosas.
Luego abrió la caja,que despidió un olor a cuero y a almendras amargas.
-Ya ve usted, mi Manolo….
Eran unos zapatos nuevos,sencillos.Fortsetzung folgt…
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